Esta
interesante exposición viene extraída del Jurista “Don Luigi Ferrajoli, ante el
congreso de la Asociación Costarricense de la Judicatura, que estoy convencido
es todo un acontecimiento histórico para el futuro de la jurisdicción”. La
reflexión colectiva sobre la función judicial por obra de los propios jueces
es, en efecto, una condición necesaria para dar fundamento a la independencia
frente a los otros poderes del Estado, y también a las tareas, los límites y
las condiciones de su legitimación democrática. Y esta reflexión es hoy aún más
necesaria, a la vista de las transformaciones que experimentan nuestras
democracias.
La
segunda transformación respecto al paradigma paleoliberal tiene que ver con el
sistema político, y consiste en la ampliación de las funciones propias del
"estado social" que se derivan, de un lado, del crecimiento de su
papel de intervención en la economía y, del otro, de las nuevas prestaciones
que demandan de él los derechos sociales constitucionalizados: a la salud, la
educación, la previsión, la subsistencia y otros. Por lo demás, al no haberse
elaborado las formas institucionales de un "estado social de
derecho", tal expansión masiva de las funciones del estado se ha producido
por mera acumulación, fuera de las estructuras del viejo estado liberal, sin la
predisposición de garantías efectivas para los nuevos derechos y en ausencia de
mecanismos eficaces de control político y administrativo. Su resultado ha sido,
por consiguiente, una crisis de la legalidad en la esfera pública: de un lado,
el aumento incontrolado de la discrecionalidad de los poderes públicos; del
otro, su creciente ilegalidad, que se manifiesta, en todas las democracias
avanzadas -en Italia como en España, en Francia y Japón como en los Estados
Unidos y en los países de América Latina- en el desarrollo de la corrupción y,
más en general, de los procesos de desplazamiento del poder político a sedes
invisibles sustraídas a los controles políticos y jurisdiccionales. Es claro
que un fenómeno semejante ha atribuido a la jurisdicción un nuevo papel: la
defensa de la legalidad contra la criminalidad del poder, es decir, la defensa
del principio, propio del estado de derecho, de la sujeción a la ley de todos
los poderes públicos. El caso italiano es emblemático, desde este punto de
vista.
Desde
la perspectiva de los dos aspectos señalados -el papel de garantía de los
ciudadanos frente las leyes inválidas y el papel de garantía de la legalidad y
de la transparencia de los poderes públicos frente a los actos ilícitos de
éstos- la jurisdicción viene a configurarse como un límite de la democracia política.
En efecto, si "democracia" se entiende, según el viejo paradigma
jacobino, en el sentido de omnipotencia de la mayoría y, por tanto, de los
poderes político-representativos, el fundamento de la legitimidad del poder
judicial no es "democrático" sino "legal".
Hay
todavía un segundo sentido, o mejor una segunda dimensión de la
"democracia" -no antitética, sino complementaria de la
"democracia política"- que permite entender el fundamento democrático
del papel del juez en un estado constitucional de derecho: se trata de la
dimensión que sirve para connotar la democracia como "democracia
constitucional" o "de derecho" y que se refiere no al quién está
habilitado para decidir (la mayoría, justamente), sino el qué cosa no es lícito
decidir (o no decidir) a ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad.
Esa
esfera de lo "no decidible" -el qué cosa no es lícito decidir (o no
decidir)- es precisamente lo que en las constituciones democráticas se ha
convenido sustraer a la voluntad de la mayoría. Y ¿qué es lo que las
constituciones, estos contratos sociales con forma escrita que son los pactos
constitucionales, establecen como límites y vínculos a la mayoría,
precondiciones del vivir civil y a la vez razones del pacto de convivencia?
Esencialmente dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales -primeros
entre todos la vida y la libertad personal, que no hay voluntad de mayoría, ni
interés general, ni bien común o público a los que puedan ser sacrificados- y
la sujeción de los poderes públicos a la ley.
En
estos dos valores, expresión ambos del principio de igualdad, reside el
carácter "democrático" de la jurisdicción como garantía, por una
parte, de los derechos de todos y, por otra, del ejercicio legal de los poderes
públicos. Se trata de una dimensión de la democracia diversa de la formal o
política que se expresa en el principio de mayoría y que, con intención
voluntariamente provocativa, he llamado en diversas ocasiones
"sustancial": ya que se refiere no a las formas, o sea al
"quién" y al "cómo", de las decisiones, determinadas por
las reglas de la mayoría, sino a su sustancia, es decir, al "qué
cosa" de las decisiones mismas, o sea a su contenido o significado.
2. El fundamento de la
independencia de los jueces
El
fundamento de la división de poderes y de la independencia del poder judicial
de los poderes políticos resulta así, respecto al paradigma paleoliberal,
enormemente reforzado. Precisamente, el nuevo papel del juez como garante de
los derechos fundamentales de todos y a la vez de la legalidad de los poderes
públicos -en una palabra, su papel de garantía de la que he llamado esfera de
lo no decidible (porque inválido o porque ilícito)- vale, en efecto, para
reforzar la legitimación democrática, bien que sobre bases diversas e incluso
antitéticas de las de la legitimación de los poderes políticos representativos:
ya no el consenso popular sino el control de legalidad sobre los poderes
públicos.
En
el modelo paleoliberal y paleopositivista de la jurisdicción como aplicación de
la ley y del juez como órgano rígidamente subordinado a ésta, el fundamento de
la independencia de los jueces residía únicamente en la legalidad de las
decisiones judiciales asegurada a su vez por la verdad jurídica y fáctica, si
bien en sentido necesariamente relativo y aproximativo, de sus presupuestos. En
efecto, a diferencia de cualquier otra actividad jurídica, la actividad
jurisdiccional en un estado de derecho es una actividad tendencialmente
cognoscitiva además de práctica y prescriptiva; o mejor una actividad
prescriptiva que tiene por necesaria justificación una motivación en todo o en
parte cognoscitiva. Las leyes, los reglamentos, las decisiones administrativas
y los contratos privados son actos exclusivamente preceptivos, ni verdaderos ni
falsos, cuya validez jurídica depende únicamente del respeto de las normas
sobre su producción y cuya legitimidad política depende, en la esfera privada
de la autonomía de sus autores y en la esfera pública de su oportunidad y de su
adherencia a los intereses representados.
Las
sentencias penales, en cambio, exigen una motivación fundada en argumentos
cognoscitivos en materia de hecho y re-cognoscitivos en derecho, de cuya
verdad, jurídica y fáctica, depende tanto su validez o legitimación jurídica,
interna o formal, como su justicia o legitimación política, externa o
sustancial. Así, pues, por un lado, la naturaleza cognoscitiva de la
jurisdicción penal vale para configurarla, de forma diversa a como sucede con
la legislación y la administración, como "aplicación" o
"afirmación" de la ley. Por otro, la misma sirve para garantizar ese
específico derecho fundamental tutelado por el sistema penal que es la
inmunidad de la persona no culpable a castigos arbitrarios.
Esta
naturaleza de la jurisdicción es por sí sola suficiente para explicar el
carácter no consensual ni representativo de la legitimación de los jueces y
para fundar la independencia respecto a cualquier poder representativo de la
mayoría. Precisamente porque la legitimidad del juicio reside en las garantías
de la imparcial determinación de la verdad, no puede depender del consenso de
la mayoría, que ciertamente no hace verdadero lo que es falso ni falso lo que
es verdadero. Por eso, el carácter electivo de los magistrados o la dependencia
del ministerio público del ejecutivo están en contradicción con la fuente de
legitimación de la jurisdicción. El sentido de la frase de Brecht "pero
habrá un juez en Berlín" es que debe existir un juez en condiciones de
absolver o condenar (y antes aún una acusación pública en grado de no iniciar o
de iniciar una acción penal) contra la voluntad de todos, cuando falten o
existan pruebas de culpabilidad.
Ahora
bien, las dos fuentes de legitimación de la jurisdicción que provienen del
cambio de paradigma del estado de derecho que he ilustrado antes -la garantía
de los derechos fundamentales del ciudadano y el control de legalidad de los
poderes públicos- añaden otros dos fundamentos al principio de independencia
del poder judicial de los poderes de mayoría.
Precisamente
porque los derechos fundamentales y sus garantías, según una feliz expresión de
Ronald Dworkin, son derechos y garantías "contra la mayoría", también
el poder judicial instituido para su tutela debe ser un poder virtualmente
"contra la mayoría". No se puede condenar o absolver a un ciudadano
porque esto responda a los intereses o a la voluntad de la mayoría.
Ninguna
mayoría por aplastante que fuera podría hacer legítima la condena de un
inocente o la absolución de un culpable. "Cuando siento la mano del poder
que me aprieta el cuello", escribió Tocqueville, "me importa poco
saber quien es el que me oprime; y no estoy más dispuesto a inclinar la cabeza
bajo el yugo por el solo hecho de que éste me sea presentado por millones de
brazos". Por otra parte, como es obvio, el papel de control sobre las
ilegalidades del poder no sólo no resulta garantizado sino que es obstaculizado
por cualquier relación de dependencia, directa o indirecta, del magistrado
respecto a los demás poderes. Las investigaciones sobre Tangentopoli
desarrolladas en Italia contra los exponentes del poder político y económico
habrían sido inconcebibles donde los magistrados, y más aún los integrantes del
ministerio público, no fueran totalmente independendientes.
La
figura y la colocación institucional del juez en el estado democrático de
derecho resultan todavía más netamente caracterizadas por su cualidad de
externas al sistema político y de extrañas a los intereses particulares de los
sujetos en causa. El juez no es propiamente un órgano del Estado-aparato, aun
cuando, como dice el art. 59 de la Constitución Española de 1978, la justicia emana del pueblo, esto es,
"en nombre del pueblo". El juez se configura, respecto a los otros
poderes del Estado, como un contrapoder, en el doble sentido de que tiene
atribuido el control de legalidad sobre los actos inválidos y sobre los actos
ilícitos de los órganos del Estado frente a las lesiones que de ellos se deriven
para los derechos de los ciudadanos. Y es claro que para desempeñar un papel
semejante no debe tener ninguna relación de dependencia, directa ni indirecta,
con ningún otro poder. Dicho con otras palabras, debe ser independiente tanto
de los poderes externos como de los poderes internos de la organización
judicial.
3.
La independencia externa e interna de la función judicial
El
principio de independencia de los jueces, que es corolario de su sujeción
solamente a la ley, se articula, pues, en dos principios: el de la
independencia externa de la magistratura en su conjunto respecto a los poderes
externos a ella y en particular del poder ejecutivo, y el de la independencia
interna de cada magistrado frente a las jerarquías internas de la propia
organización, capaces de influir de cualquier modo en la autonomía del poder
judicial.
El
primer principio excluye como incongruente el carácter electivo de los jueces,
que es característico del sistema estadounidense, así como su nombramiento por
parte de los órganos políticos de mayoría -el presidente de la república o la
asamblea parlamentaria- como sucede en muchos países de América Latina e
incluso, por lo que se refiere a la Corte Suprema, en Costa Rica. En efecto, es
evidente que tales formas de reclutamiento contradicen las fuentes de
legitimación de la jurisdicción aquí ilustradas. El juez, por contraste con lo
que sucede con los órganos del poder legislativo y del ejecutivo, no debe
representar a mayorías ni a minorías. Y el consenso del electorado no sólo no
es necesario, sino que incluso sería peligroso para el correcto ejercicio de
sus funciones de determinación de la verdad y de tutela de los derechos
fundamentales de las personas juzgadas por él. La sanción de la no reelección
del juez o de su no confirmación por la pérdida de la confianza popular o
política contrasta con su sujeción solamente a la ley, que, por el contrario,
le impone decidir contra las orientaciones de la mayoría e incluso de la
totalidad de sus electores, cuando entren en conflicto con las pruebas
adquiridas por él y con los derechos de los justiciables confiados a su tutela.
Por eso, la más eficaz garantía de independencia la da el reclutamiento de los
jueces mediante examen. En efecto, el examen, si garantizado por el anonimato
de los candidatos y libre de cualquier filtro político sobre sus cualidades
personales, no es más que una forma de sorteo confiada, más que al azar, a la
selección de las competencias técnicas: competencias por lo demás necesarias,
al contrario de lo sostenido por las utopías ilustradas, si se quiere dar
satisfacción a la irrenunciable garantía de control sobre las resoluciones
judiciales que es la motivación.
Pero
no menos esencial es la independencia interna, que también me parece
comprometida, en Costa Rica, por la sujeción de los jueces a la Corte Suprema.
El principal presupuesto de esta independencia es la supresión de cualquier
clase de carrera y la liberación de los jueces de valoraciones de méritos por
parte de otros jueces superiores en el orden jerárquico. El juez debe serlo “sino spe et sine metu” (permite
esperanza y sin miedo). No debe tener ni esperanzas de beneficios ni temores de
desventajas en el ejercicio de sus funciones. Por lo demás, la carrera ya no
tiene (si es que la ha tenido alguna vez) ninguna justificación de tipo
funcional. Y todavía tiene menos razón de ser la pirámide de la jerarquía
judicial que la tradición napoleónica ha modelado sobre los grados del
enjuiciamiento. Las funciones judiciales de primer grado no son ni más simples
ni menos importantes que las de segundo grado. Lo cierto es más bien lo
contrario, como lo demuestran las conmociones políticas provocadas en Italia
por la acción de jóvenes magistrados de primer grado.
Es
claro que la supresión de la carrera representa por sí misma una solución, o al
menos gran parte de la solución del problema del gobierno administrativo de la
magistratura. Si no existe la carrera no son necesarios exámenes de mérito o
valoraciones selectivas, que inevitablemente generan la dependencia, o cuando
menos el conformismo de los jueces llamados "inferiores" y su
sometimiento a las orientaciones jurisprudenciales y acaso políticas de los
llamados "superiores". Lo cierto es que la experiencia italiana
enseña que ha sido precisamente la eliminación de la carrera, a finales de los
años sesenta, lo que ha provocado el desarrollo de hábitos de independencia en
el interior de la magistratura. Después, en cuanto a las funciones de gobierno
insuprimibles -como las decisiones relativas a la asignación de destinos,
traslados y procedimientos disciplinarios- la reflexión teórica y la
experiencia práctica no han encontrado mejor garantía de la independencia
interna y externa de los jueces que la representada por un órgano de
autogobierno como el Consejo Superior de la Magistratura: compuesto, como en
Italia, por consejeros elegidos en parte por los mismos magistrados y en parte
por el parlamento y, en todo caso, no reelegibles después de su mandato.
Añadiré
que el principio de independencia, al ser una garantía instrumental del
correcto ejercicio de la jurisdicción, debe valer no sólo para los magistrados
de enjuiciamiento sino también para los de la acusación: no sólo para juzgar,
sino también para acusar, pues esta función constituye un momento de la actividad
judicial vinculada a la legalidad que no debe, por tanto, servir a poderes o
intereses extraños a la administración de la justicia. A este propósito quiero
subrayar el peligro que para la independencia del ministerio público, y por
consiguiente para la jurisdicción en su conjunto, pueden provenir de institutos
que están actualmente en discusión: como la introducción del principio de
oportunidad de la acción penal y la negociación.
Cuantos
cuestionan el principio de obligatoriedad de la acción penal fundan su crítica
en la indudable inefectividad del principio en ordenamientos viciados, como
ciertamente ocurre en Italia, por una excesiva sobrecarga de asuntos penales.
De hecho, dicen ellos, existe una inevitable discrecionalidad de la acción
penal debida a las opciones de prioridad que el ministerio público, por el
volumen de la carga de trabajo, se ve forzado a realizar, destinando gran parte
de las causas criminales a la prescripción. Contra semejante discrecionalidad
de hecho, proponen, pues, una discrecionalidad de derecho, mediante la
introducción de formas de "oportunidad" de la acción penal
"reguladas" por la ley: en otras palabras -frente al creciente
panpenalismo de los actuales ordenamientos y para restituir eficiencia y
equidad a todo el sistema- se trataría de establecer la facultad del ministerio
público de no proceder en casos expresamente previstos por la ley, supuestos
como los de escasa relevancia del daño, falta de interés de la parte ofendida
por la celebración el juicio y otros semejantes.
Todos
estos argumentos tienen el defecto de equivocarse de blanco: de querer afrontar,
con institutos procesales que deforman el correcto proceso, lo que son
cuestiones de derecho penal sustancial. En efecto, tanto la exigencia de
eficiencia como la todavía más importante de minimización del derecho penal
pueden ser satisfechas de manera bastante más apropiada a través de reformas
radicales del derecho penal. Es una prueba de ello, si de las palabras se pasa
a las concretas propuestas de reforma, la inconsistencia de la llamada
"oportunidad" o "discrecionalidad reglada" de la acción penal.
Son dos los supuestos: se quiere introducir el arbitrio, o se bien quiere
introducir reglas ciertas idóneas para vincular realmente la discrecionalidad.
En este segundo caso no hay ninguna regla limitativa de la discrecionalidad que
no pueda ser transformada en una regla de derecho penal sustancial o de derecho
procesal sobre las condiciones de procedibilidad. Sobre todo, la drástica
despenalización de todos los ilícitos que en abstracto (como es propio de todas
las reglas, incluidas las que deberían regular la discrecionalidad de la
acusación pública) se consideren, por su falta de gravedad, no merecedores de
sanción penal; en segundo lugar, la previsión para todos los delitos del
requisito de la ofensividad como elemento constitutivo del tipo penal, de
manera que los delitos inofensivos de hecho no sean castigados cualquiera que
fuere el que los cometa; en tercer lugar, la extensión de la perseguibilidad
mediante querella, en todos los casos en que se considere relevante el interés
en el proceso de la parte ofendida.
La
alternativa a tales reformas es, por consiguiente, el arbitrio de la acusación
pública, con todas las consecuencias que esto lleva consigo: sobre todo la
violación del principio de igualdad en perjuicio no sólo de los acusados sino
también de los perjudicados, al no existir ninguna razón de oportunidad que, a
los ojos de una parte ofendida, pueda justificar la inacción penal por el
delito de que ha sido víctima y la acción penal por el mismo delito en otros
casos; en segundo lugar, la violación de la estricta legalidad penal y el
debilitamiento de las bases de legitimación de la independencia de la acusación
pública, que tiene, precisamente, en la obligatoriedad de la acción penal su
principal fundamento.
4.
El garantismo
Los
fundamentos axiológicos -hasta aquí ilustrados- de la independencia de los
jueces y de los componentes del ministerio público y a la vez del creciente
papel de la jurisdicción en la vida pública, suponen toda una condición
esencial: la efectividad de las garantías penales y procesales. Las fuentes de
legitimación del poder judicial, como se ha dicho, se identifican por completo
con el principio de estricta legalidad y con el sistema de las garantías, o sea
de los límites y vínculos dirigidos a reducir al máximo el arbitrio de los
jueces para así tutelar los derechos de los ciudadanos. Y es evidente que tales
fuentes deben ser tanto más fuertes cuanto más relevante sea el papel político
desarrollado por la magistratura. En efecto, a falta o en defecto de garantías el
poder judicial se transforma en lo que Monrtesquieu llamaba "el poder más odioso". Y sería
una contradicción en los términos suponer que éste, en defecto de garantías y
de estricta legalidad, pueda presentarse, según el modelo aquí expuesto, como
garante de los derechos de los ciudadanos y de la legalidad de los poderes
públicos.
Por
eso los magistrados tendrían que ser los primeros en defender y reivindicar, no
sólo en la práctica judicial sino también en el ámbito de la legislación, el
pleno respeto de las garantías penales y procesales como condiciones
irrenunciables su legitimación: sobre todo la certeza del derecho, a través de
la expulsión del sistema penal de todas las figuras de delito indeterminadas y
una drástica despenalización que restituya a la intervención penal su carácter
de extrema ratio; en segundo lugar, la restauración del juicio, frente a la
coartada de los procedimientos alternativos, cuyo resultado último es la
definitiva marginación del debate contradictorio. Por eso, cuantos valoran como
fundamentales la independencia de la acusación pública y la obligatoriedad de
la acción penal que es su presupuesto, deberían contestar -más que la
separación entre las carreras del juez y la del ministerio público (que hoy es
extrañamente la reforma más debatida en Italia y más discutida por los
magistrados italianos)- la falta de certeza de la ley penal generada por su
inflación y, por otra parte, las ampliación de la negociación, que equivale a
una forma enmascarada de contratación y por tanto de discrecionalidad de la
acción penal.
Y
aquí querría llamar la atención sobre un peligro, que se ha puesto de
manifiesto en mi país: el peligro para los magistrados de ser indulgentes con
el corporativismo, es decir con la defensa acrítica de su trabajo e incluso de
los poderes
impropios que les otorga el déficit de garantías del sistema penal y procesal.
El corporativismo de los jueces, al comportar la pérdida del punto de vista
externo a la corporación y por consiguiente del horizonte axiológico de su trabajo,
representa un riesgo gravísimo para la credibilidad de la jurisdicción, dado
que puede comprometer su papel de garantía tanto de la legalidad como de los
derechos de los ciudadanos. Contra él no existen remedios institucionales, sino
sólo antídotos culturales: en primer lugar, la consciencia de que la
legitimación de la actividad judicial no es nunca apriorística, sino
condicionada al respeto de las garantías y siempre imperfecta, a causa de los
márgenes insuprimibles de ilegitimidad generados por la divergencia que existe
siempre entre el ejercicio concreto de la función y su modelo normativo; en
segundo término, y consecuentemente, no sólo la aceptación, sino también el
ejercicio por parte de los propios magistrados, como contrapeso de su independencia
y como factor de responsabilización, de la crítica pública de sus resoluciones,
fuera de toda apriorística solidaridad entre colegas; en fin, el desarrollo del
asociacionismo judicial: que quiere decir no sólo maduración crítica de una
común deontología profesional informada por los valores democráticos de los
derechos de los ciudadanos y sus garantías, sino también dialéctica interna en
la magistratura, confrontación abierta y transparente entre las diversas
concepciones políticas e ideales, las diversas orientaciones interpretativas y
las diversas opciones jurisprudenciales. Por eso, respecto a estos fines, la
fundación de vuestra asociación y este primer congreso representan momentos
decisivos. Ya que lo más nocivo para la magistratura es su imagen de casta
cerrada y separada. Y sólo la reflexión crítica y autocrítica promovida por los
propios magistrados y su apertura al control democrático de la opinión pública
puede dar sentido, legitimación y valor al difícil oficio de juez.