domingo, 23 de junio de 2013

EL JUEZ EN UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA


   
1. Jurisdicción y democracia


Esta interesante exposición viene extraída del Jurista “Don Luigi Ferrajoli, ante el congreso de la Asociación Costarricense de la Judicatura, que estoy convencido es todo un acontecimiento histórico para el futuro de la jurisdicción”. La reflexión colectiva sobre la función judicial por obra de los propios jueces es, en efecto, una condición necesaria para dar fundamento a la independencia frente a los otros poderes del Estado, y también a las tareas, los límites y las condiciones de su legitimación democrática. Y esta reflexión es hoy aún más necesaria, a la vista de las transformaciones que experimentan nuestras democracias.

 Es de estas transformaciones y de su incidencia en la función judicial de lo que quiero hablar. La tesis que voy a sostener es que un fenómeno común a todas las democracias avanzadas, que las distingue del modelo de estado paleoliberal, es la creciente expansión del papel de la jurisdicción, tomada en su más amplio sentido, que comprende tanto la civil y la penal como la administrativa y la constitucional. Esta expansión obedece a múltiples razones, de las que señalaré dos, ambas estructurales: una ligada al cambio en la estructura del sistema jurídico, producido en la segunda mitad de este siglo con su evolución en las formas del estado constitucional de derecho; la otra ligada a la transformación del sistema político, producida por el contemporáneo desarrollo del estado social y, en consecuencia, por la intervención del Estado en la economía y en la sociedad.

 La primera transformación -en la estructura del sistema  jurídico- se produjo con la invención y la introducción, sobre todo después de la segunda guerra mundial, de las constituciones rígidas, que incorporan principios y derechos fundamentales como límites y vínculos ya no sólo al poder ejecutivo y judicial, sino también al poder legislativo. En el modelo tradicional, paleopositivista y jacobino, el estado de derecho consistía esencialmente en la primacía de la ley y la democracia, en la omnipotencia de la mayoría, encarnada a su vez en la omnipotencia del parlamento. El papel del juez, como órgano sujeto sólo a la ley -"buche de la loi", según la metáfora de Montesquieu- venía consecuentemente a configurarse como una mera función técnica de aplicación de la ley, cualquiera que fuese su contenido. Este sistema cambia radicalmente con las constituciones rígidas de la segunda posguerra (la constitución italiana, la alemana, la española y gran parte de las latino-americanas) que completan el paradigma del estado de derecho sometiendo también al legislador a la ley -a la ley constitucional, más precisamente- y transformando así el viejo estado de derecho en estado constitucional de derecho. Tras el acontecimiento, que hizo época, de la derrota del nazifascismo, se descubrió que el consenso popular, sobre el que sin duda se habían basado los sistemas totalitarios, no es, en efecto, garantía de la calidad de la democracia frente a las degeneraciones del poder político. Así se redescubre el valor de la constitución como conjunto de metareglas impuestas a los titulares de los poderes públicos, aunque lo sean de mayoría, obligados por aquellas a la recíproca separación y al respeto de los derechos fundamentales de todos, conforme a la noción de "constitución" formulada hace dos siglos en el art. 16 de la Declaración de derechos de 1789: "Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes establecida, no tiene constitución". Se comprende el cambio en la posición del juez producido por este nuevo paradigma: la sujeción a la ley y antes que nada a la constitución, transforma al juez en garante de los derechos fundamentales, también frente al legislador, a través de la censura de la invalidez de las leyes y demás actos del poder político que puedan violar aquellos derechos, promovida por los jueces ordinarios y declarada por las cortes constitucionales.

La segunda transformación respecto al paradigma paleoliberal tiene que ver con el sistema político, y consiste en la ampliación de las funciones propias del "estado social" que se derivan, de un lado, del crecimiento de su papel de intervención en la economía y, del otro, de las nuevas prestaciones que demandan de él los derechos sociales constitucionalizados: a la salud, la educación, la previsión, la subsistencia y otros. Por lo demás, al no haberse elaborado las formas institucionales de un "estado social de derecho", tal expansión masiva de las funciones del estado se ha producido por mera acumulación, fuera de las estructuras del viejo estado liberal, sin la predisposición de garantías efectivas para los nuevos derechos y en ausencia de mecanismos eficaces de control político y administrativo. Su resultado ha sido, por consiguiente, una crisis de la legalidad en la esfera pública: de un lado, el aumento incontrolado de la discrecionalidad de los poderes públicos; del otro, su creciente ilegalidad, que se manifiesta, en todas las democracias avanzadas -en Italia como en España, en Francia y Japón como en los Estados Unidos y en los países de América Latina- en el desarrollo de la corrupción y, más en general, de los procesos de desplazamiento del poder político a sedes invisibles sustraídas a los controles políticos y jurisdiccionales. Es claro que un fenómeno semejante ha atribuido a la jurisdicción un nuevo papel: la defensa de la legalidad contra la criminalidad del poder, es decir, la defensa del principio, propio del estado de derecho, de la sujeción a la ley de todos los poderes públicos. El caso italiano es emblemático, desde este punto de vista.

Desde la perspectiva de los dos aspectos señalados -el papel de garantía de los ciudadanos frente las leyes inválidas y el papel de garantía de la legalidad y de la transparencia de los poderes públicos frente a los actos ilícitos de éstos- la jurisdicción viene a configurarse como un límite de la democracia política. En efecto, si "democracia" se entiende, según el viejo paradigma jacobino, en el sentido de omnipotencia de la mayoría y, por tanto, de los poderes político-representativos, el fundamento de la legitimidad del poder judicial no es "democrático" sino "legal".

Hay todavía un segundo sentido, o mejor una segunda dimensión de la "democracia" -no antitética, sino complementaria de la "democracia política"- que permite entender el fundamento democrático del papel del juez en un estado constitucional de derecho: se trata de la dimensión que sirve para connotar la democracia como "democracia constitucional" o "de derecho" y que se refiere no al quién está habilitado para decidir (la mayoría, justamente), sino el qué cosa no es lícito decidir (o no decidir) a ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad.

Esa esfera de lo "no decidible" -el qué cosa no es lícito decidir (o no decidir)- es precisamente lo que en las constituciones democráticas se ha convenido sustraer a la voluntad de la mayoría. Y ¿qué es lo que las constituciones, estos contratos sociales con forma escrita que son los pactos constitucionales, establecen como límites y vínculos a la mayoría, precondiciones del vivir civil y a la vez razones del pacto de convivencia? Esencialmente dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales -primeros entre todos la vida y la libertad personal, que no hay voluntad de mayoría, ni interés general, ni bien común o público a los que puedan ser sacrificados- y la sujeción de los poderes públicos a la ley.

En estos dos valores, expresión ambos del principio de igualdad, reside el carácter "democrático" de la jurisdicción como garantía, por una parte, de los derechos de todos y, por otra, del ejercicio legal de los poderes públicos. Se trata de una dimensión de la democracia diversa de la formal o política que se expresa en el principio de mayoría y que, con intención voluntariamente provocativa, he llamado en diversas ocasiones "sustancial": ya que se refiere no a las formas, o sea al "quién" y al "cómo", de las decisiones, determinadas por las reglas de la mayoría, sino a su sustancia, es decir, al "qué cosa" de las decisiones mismas, o sea a su contenido o significado.
 

2. El fundamento de la independencia de los jueces

El fundamento de la división de poderes y de la independencia del poder judicial de los poderes políticos resulta así, respecto al paradigma paleoliberal, enormemente reforzado. Precisamente, el nuevo papel del juez como garante de los derechos fundamentales de todos y a la vez de la legalidad de los poderes públicos -en una palabra, su papel de garantía de la que he llamado esfera de lo no decidible (porque inválido o porque ilícito)- vale, en efecto, para reforzar la legitimación democrática, bien que sobre bases diversas e incluso antitéticas de las de la legitimación de los poderes políticos representativos: ya no el consenso popular sino el control de legalidad sobre los poderes públicos.

En el modelo paleoliberal y paleopositivista de la jurisdicción como aplicación de la ley y del juez como órgano rígidamente subordinado a ésta, el fundamento de la independencia de los jueces residía únicamente en la legalidad de las decisiones judiciales asegurada a su vez por la verdad jurídica y fáctica, si bien en sentido necesariamente relativo y aproximativo, de sus presupuestos. En efecto, a diferencia de cualquier otra actividad jurídica, la actividad jurisdiccional en un estado de derecho es una actividad tendencialmente cognoscitiva además de práctica y prescriptiva; o mejor una actividad prescriptiva que tiene por necesaria justificación una motivación en todo o en parte cognoscitiva. Las leyes, los reglamentos, las decisiones administrativas y los contratos privados son actos exclusivamente preceptivos, ni verdaderos ni falsos, cuya validez jurídica depende únicamente del respeto de las normas sobre su producción y cuya legitimidad política depende, en la esfera privada de la autonomía de sus autores y en la esfera pública de su oportunidad y de su adherencia a los intereses representados.

Las sentencias penales, en cambio, exigen una motivación fundada en argumentos cognoscitivos en materia de hecho y re-cognoscitivos en derecho, de cuya verdad, jurídica y fáctica, depende tanto su validez o legitimación jurídica, interna o formal, como su justicia o legitimación política, externa o sustancial. Así, pues, por un lado, la naturaleza cognoscitiva de la jurisdicción penal vale para configurarla, de forma diversa a como sucede con la legislación y la administración, como "aplicación" o "afirmación" de la ley. Por otro, la misma sirve para garantizar ese específico derecho fundamental tutelado por el sistema penal que es la inmunidad de la persona no culpable a castigos arbitrarios.

Esta naturaleza de la jurisdicción es por sí sola suficiente para explicar el carácter no consensual ni representativo de la legitimación de los jueces y para fundar la independencia respecto a cualquier poder representativo de la mayoría. Precisamente porque la legitimidad del juicio reside en las garantías de la imparcial determinación de la verdad, no puede depender del consenso de la mayoría, que ciertamente no hace verdadero lo que es falso ni falso lo que es verdadero. Por eso, el carácter electivo de los magistrados o la dependencia del ministerio público del ejecutivo están en contradicción con la fuente de legitimación de la jurisdicción. El sentido de la frase de Brecht "pero habrá un juez en Berlín" es que debe existir un juez en condiciones de absolver o condenar (y antes aún una acusación pública en grado de no iniciar o de iniciar una acción penal) contra la voluntad de todos, cuando falten o existan pruebas de culpabilidad.

Ahora bien, las dos fuentes de legitimación de la jurisdicción que provienen del cambio de paradigma del estado de derecho que he ilustrado antes -la garantía de los derechos fundamentales del ciudadano y el control de legalidad de los poderes públicos- añaden otros dos fundamentos al principio de independencia del poder judicial de los poderes de mayoría.

Precisamente porque los derechos fundamentales y sus garantías, según una feliz expresión de Ronald Dworkin, son derechos y garantías "contra la mayoría", también el poder judicial instituido para su tutela debe ser un poder virtualmente "contra la mayoría". No se puede condenar o absolver a un ciudadano porque esto responda a los intereses o a la voluntad de la mayoría.

Ninguna mayoría por aplastante que fuera podría hacer legítima la condena de un inocente o la absolución de un culpable. "Cuando siento la mano del poder que me aprieta el cuello", escribió Tocqueville, "me importa poco saber quien es el que me oprime; y no estoy más dispuesto a inclinar la cabeza bajo el yugo por el solo hecho de que éste me sea presentado por millones de brazos". Por otra parte, como es obvio, el papel de control sobre las ilegalidades del poder no sólo no resulta garantizado sino que es obstaculizado por cualquier relación de dependencia, directa o indirecta, del magistrado respecto a los demás poderes. Las investigaciones sobre Tangentopoli desarrolladas en Italia contra los exponentes del poder político y económico habrían sido inconcebibles donde los magistrados, y más aún los integrantes del ministerio público, no fueran totalmente independendientes.

La figura y la colocación institucional del juez en el estado democrático de derecho resultan todavía más netamente caracterizadas por su cualidad de externas al sistema político y de extrañas a los intereses particulares de los sujetos en causa. El juez no es propiamente un órgano del Estado-aparato, aun cuando, como dice el art. 59 de la Constitución Española de 1978, la justicia emana del pueblo, esto es, "en nombre del pueblo". El juez se configura, respecto a los otros poderes del Estado, como un contrapoder, en el doble sentido de que tiene atribuido el control de legalidad sobre los actos inválidos y sobre los actos ilícitos de los órganos del Estado frente a las lesiones que de ellos se deriven para los derechos de los ciudadanos. Y es claro que para desempeñar un papel semejante no debe tener ninguna relación de dependencia, directa ni indirecta, con ningún otro poder. Dicho con otras palabras, debe ser independiente tanto de los poderes externos como de los poderes internos de la organización judicial.

 
3. La independencia externa e interna de la función judicial

El principio de independencia de los jueces, que es corolario de su sujeción solamente a la ley, se articula, pues, en dos principios: el de la independencia externa de la magistratura en su conjunto respecto a los poderes externos a ella y en particular del poder ejecutivo, y el de la independencia interna de cada magistrado frente a las jerarquías internas de la propia organización, capaces de influir de cualquier modo en la autonomía del poder judicial.

El primer principio excluye como incongruente el carácter electivo de los jueces, que es característico del sistema estadounidense, así como su nombramiento por parte de los órganos políticos de mayoría -el presidente de la república o la asamblea parlamentaria- como sucede en muchos países de América Latina e incluso, por lo que se refiere a la Corte Suprema, en Costa Rica. En efecto, es evidente que tales formas de reclutamiento contradicen las fuentes de legitimación de la jurisdicción aquí ilustradas. El juez, por contraste con lo que sucede con los órganos del poder legislativo y del ejecutivo, no debe representar a mayorías ni a minorías. Y el consenso del electorado no sólo no es necesario, sino que incluso sería peligroso para el correcto ejercicio de sus funciones de determinación de la verdad y de tutela de los derechos fundamentales de las personas juzgadas por él. La sanción de la no reelección del juez o de su no confirmación por la pérdida de la confianza popular o política contrasta con su sujeción solamente a la ley, que, por el contrario, le impone decidir contra las orientaciones de la mayoría e incluso de la totalidad de sus electores, cuando entren en conflicto con las pruebas adquiridas por él y con los derechos de los justiciables confiados a su tutela. Por eso, la más eficaz garantía de independencia la da el reclutamiento de los jueces mediante examen. En efecto, el examen, si garantizado por el anonimato de los candidatos y libre de cualquier filtro político sobre sus cualidades personales, no es más que una forma de sorteo confiada, más que al azar, a la selección de las competencias técnicas: competencias por lo demás necesarias, al contrario de lo sostenido por las utopías ilustradas, si se quiere dar satisfacción a la irrenunciable garantía de control sobre las resoluciones judiciales que es la motivación.

Pero no menos esencial es la independencia interna, que también me parece comprometida, en Costa Rica, por la sujeción de los jueces a la Corte Suprema. El principal presupuesto de esta independencia es la supresión de cualquier clase de carrera y la liberación de los jueces de valoraciones de méritos por parte de otros jueces superiores en el orden jerárquico. El juez debe serlo “sino spe et sine metu” (permite esperanza y sin miedo). No debe tener ni esperanzas de beneficios ni temores de desventajas en el ejercicio de sus funciones. Por lo demás, la carrera ya no tiene (si es que la ha tenido alguna vez) ninguna justificación de tipo funcional. Y todavía tiene menos razón de ser la pirámide de la jerarquía judicial que la tradición napoleónica ha modelado sobre los grados del enjuiciamiento. Las funciones judiciales de primer grado no son ni más simples ni menos importantes que las de segundo grado. Lo cierto es más bien lo contrario, como lo demuestran las conmociones políticas provocadas en Italia por la acción de jóvenes magistrados de primer grado.

Es claro que la supresión de la carrera representa por sí misma una solución, o al menos gran parte de la solución del problema del gobierno administrativo de la magistratura. Si no existe la carrera no son necesarios exámenes de mérito o valoraciones selectivas, que inevitablemente generan la dependencia, o cuando menos el conformismo de los jueces llamados "inferiores" y su sometimiento a las orientaciones jurisprudenciales y acaso políticas de los llamados "superiores". Lo cierto es que la experiencia italiana enseña que ha sido precisamente la eliminación de la carrera, a finales de los años sesenta, lo que ha provocado el desarrollo de hábitos de independencia en el interior de la magistratura. Después, en cuanto a las funciones de gobierno insuprimibles -como las decisiones relativas a la asignación de destinos, traslados y procedimientos disciplinarios- la reflexión teórica y la experiencia práctica no han encontrado mejor garantía de la independencia interna y externa de los jueces que la representada por un órgano de autogobierno como el Consejo Superior de la Magistratura: compuesto, como en Italia, por consejeros elegidos en parte por los mismos magistrados y en parte por el parlamento y, en todo caso, no reelegibles después de su mandato.

Añadiré que el principio de independencia, al ser una garantía instrumental del correcto ejercicio de la jurisdicción, debe valer no sólo para los magistrados de enjuiciamiento sino también para los de la acusación: no sólo para juzgar, sino también para acusar, pues esta función constituye un momento de la actividad judicial vinculada a la legalidad que no debe, por tanto, servir a poderes o intereses extraños a la administración de la justicia. A este propósito quiero subrayar el peligro que para la independencia del ministerio público, y por consiguiente para la jurisdicción en su conjunto, pueden provenir de institutos que están actualmente en discusión: como la introducción del principio de oportunidad de la acción penal y la negociación.

 En efecto, existe un nexo indisoluble entre obligatoriedad de la acción penal e independencia y, a la inversa, entre discrecionalidad y dependencia (o responsabilidad) política del ministerio público. Ya que también la independencia de la acusación pública se justifica con la sujeción solamente a la ley y con el principio de igualdad del que la obligatoriedad de la acción penal es un corolario. A este propósito quiero señalar una falacia bastante extendida en el debate jurídico: es la que afirma la existencia, en el plano teórico, de algún nexo entre el modelo de proceso acusatorio y el principio de la discrecionalidad y el carácter negociable de la acción penal. En la base de esta falacia hay una confusión entre el origen histórico del proceso acusatorio, nacido como proceso de partes en el que las partes, incluida la acusación, eran ambas privadas, y el modelo teórico del mismo proceso, caracterizado únicamente por la separación entre juez y acusación, por la paridad entre acusación y defensa y por la publicidad y la oralidad del juicio. Es claro que en un proceso en el que la acusación está atribuida a la parte ofendida o a sujetos privados solidarios con ella, la acción penal es necesariamente facultativa y negociable. Pero en el momento en que la acusación, como sucede desde hace siglos también en los países anglosajones, se hace pública, tanto el carácter facultativo como la posibilidad de negociación sobre la acción penal resultan absolutamente injustificados. Y si han permanecido es sólo porque propician una perversión policial e inquisitiva del proceso, que permite al acusador público extorsionar al acusado y constreñirlo a colaborar con confesiones o declaraciones.

Cuantos cuestionan el principio de obligatoriedad de la acción penal fundan su crítica en la indudable inefectividad del principio en ordenamientos viciados, como ciertamente ocurre en Italia, por una excesiva sobrecarga de asuntos penales. De hecho, dicen ellos, existe una inevitable discrecionalidad de la acción penal debida a las opciones de prioridad que el ministerio público, por el volumen de la carga de trabajo, se ve forzado a realizar, destinando gran parte de las causas criminales a la prescripción. Contra semejante discrecionalidad de hecho, proponen, pues, una discrecionalidad de derecho, mediante la introducción de formas de "oportunidad" de la acción penal "reguladas" por la ley: en otras palabras -frente al creciente panpenalismo de los actuales ordenamientos y para restituir eficiencia y equidad a todo el sistema- se trataría de establecer la facultad del ministerio público de no proceder en casos expresamente previstos por la ley, supuestos como los de escasa relevancia del daño, falta de interés de la parte ofendida por la celebración el juicio y otros semejantes.

Todos estos argumentos tienen el defecto de equivocarse de blanco: de querer afrontar, con institutos procesales que deforman el correcto proceso, lo que son cuestiones de derecho penal sustancial. En efecto, tanto la exigencia de eficiencia como la todavía más importante de minimización del derecho penal pueden ser satisfechas de manera bastante más apropiada a través de reformas radicales del derecho penal. Es una prueba de ello, si de las palabras se pasa a las concretas propuestas de reforma, la inconsistencia de la llamada "oportunidad" o "discrecionalidad reglada" de la acción penal. Son dos los supuestos: se quiere introducir el arbitrio, o se bien quiere introducir reglas ciertas idóneas para vincular realmente la discrecionalidad. En este segundo caso no hay ninguna regla limitativa de la discrecionalidad que no pueda ser transformada en una regla de derecho penal sustancial o de derecho procesal sobre las condiciones de procedibilidad. Sobre todo, la drástica despenalización de todos los ilícitos que en abstracto (como es propio de todas las reglas, incluidas las que deberían regular la discrecionalidad de la acusación pública) se consideren, por su falta de gravedad, no merecedores de sanción penal; en segundo lugar, la previsión para todos los delitos del requisito de la ofensividad como elemento constitutivo del tipo penal, de manera que los delitos inofensivos de hecho no sean castigados cualquiera que fuere el que los cometa; en tercer lugar, la extensión de la perseguibilidad mediante querella, en todos los casos en que se considere relevante el interés en el proceso de la parte ofendida.

La alternativa a tales reformas es, por consiguiente, el arbitrio de la acusación pública, con todas las consecuencias que esto lleva consigo: sobre todo la violación del principio de igualdad en perjuicio no sólo de los acusados sino también de los perjudicados, al no existir ninguna razón de oportunidad que, a los ojos de una parte ofendida, pueda justificar la inacción penal por el delito de que ha sido víctima y la acción penal por el mismo delito en otros casos; en segundo lugar, la violación de la estricta legalidad penal y el debilitamiento de las bases de legitimación de la independencia de la acusación pública, que tiene, precisamente, en la obligatoriedad de la acción penal su principal fundamento.
 

4. El garantismo

Los fundamentos axiológicos -hasta aquí ilustrados- de la independencia de los jueces y de los componentes del ministerio público y a la vez del creciente papel de la jurisdicción en la vida pública, suponen toda una condición esencial: la efectividad de las garantías penales y procesales. Las fuentes de legitimación del poder judicial, como se ha dicho, se identifican por completo con el principio de estricta legalidad y con el sistema de las garantías, o sea de los límites y vínculos dirigidos a reducir al máximo el arbitrio de los jueces para así tutelar los derechos de los ciudadanos. Y es evidente que tales fuentes deben ser tanto más fuertes cuanto más relevante sea el papel político desarrollado por la magistratura. En efecto, a falta o en defecto de garantías el poder judicial se transforma en lo que Monrtesquieu llamaba "el poder más odioso". Y sería una contradicción en los términos suponer que éste, en defecto de garantías y de estricta legalidad, pueda presentarse, según el modelo aquí expuesto, como garante de los derechos de los ciudadanos y de la legalidad de los poderes públicos.

Por eso los magistrados tendrían que ser los primeros en defender y reivindicar, no sólo en la práctica judicial sino también en el ámbito de la legislación, el pleno respeto de las garantías penales y procesales como condiciones irrenunciables su legitimación: sobre todo la certeza del derecho, a través de la expulsión del sistema penal de todas las figuras de delito indeterminadas y una drástica despenalización que restituya a la intervención penal su carácter de extrema ratio; en segundo lugar, la restauración del juicio, frente a la coartada de los procedimientos alternativos, cuyo resultado último es la definitiva marginación del debate contradictorio. Por eso, cuantos valoran como fundamentales la independencia de la acusación pública y la obligatoriedad de la acción penal que es su presupuesto, deberían contestar -más que la separación entre las carreras del juez y la del ministerio público (que hoy es extrañamente la reforma más debatida en Italia y más discutida por los magistrados italianos)- la falta de certeza de la ley penal generada por su inflación y, por otra parte, las ampliación de la negociación, que equivale a una forma enmascarada de contratación y por tanto de discrecionalidad de la acción penal.

Y aquí querría llamar la atención sobre un peligro, que se ha puesto de manifiesto en mi país: el peligro para los magistrados de ser indulgentes con el corporativismo, es decir con la defensa acrítica de su trabajo e incluso de los poderes impropios que les otorga el déficit de garantías del sistema penal y procesal. El corporativismo de los jueces, al comportar la pérdida del punto de vista externo a la corporación y por consiguiente del horizonte axiológico de su trabajo, representa un riesgo gravísimo para la credibilidad de la jurisdicción, dado que puede comprometer su papel de garantía tanto de la legalidad como de los derechos de los ciudadanos. Contra él no existen remedios institucionales, sino sólo antídotos culturales: en primer lugar, la consciencia de que la legitimación de la actividad judicial no es nunca apriorística, sino condicionada al respeto de las garantías y siempre imperfecta, a causa de los márgenes insuprimibles de ilegitimidad generados por la divergencia que existe siempre entre el ejercicio concreto de la función y su modelo normativo; en segundo término, y consecuentemente, no sólo la aceptación, sino también el ejercicio por parte de los propios magistrados, como contrapeso de su independencia y como factor de responsabilización, de la crítica pública de sus resoluciones, fuera de toda apriorística solidaridad entre colegas; en fin, el desarrollo del asociacionismo judicial: que quiere decir no sólo maduración crítica de una común deontología profesional informada por los valores democráticos de los derechos de los ciudadanos y sus garantías, sino también dialéctica interna en la magistratura, confrontación abierta y transparente entre las diversas concepciones políticas e ideales, las diversas orientaciones interpretativas y las diversas opciones jurisprudenciales. Por eso, respecto a estos fines, la fundación de vuestra asociación y este primer congreso representan momentos decisivos. Ya que lo más nocivo para la magistratura es su imagen de casta cerrada y separada. Y sólo la reflexión crítica y autocrítica promovida por los propios magistrados y su apertura al control democrático de la opinión pública puede dar sentido, legitimación y valor al difícil oficio de juez.

Fuente: Luigi Ferrajoli.